Hoy os cuento cómo fue nuestra aventura para ver el amanecer desde el Gran Cañón del Colorado. Sin duda, madrugar es algo duro, muy duro, pero si ha habido algún día en el que haya merecido la pena, fue aquel.

Madrugar no mola, eso es así y, quien diga lo contrario, miente. Dormir es algo maravilloso que solamente debería terminar cuando nuestro propio cuerpo lo pide. Nunca antes, y mucho menos por culpa de una alarma impertinente. No obstante, esto cambia cuando viajamos. Es entonces cuando obligatoriamente uno debe sacrificar horas de felicidad sueño para poder disfrutar al máximo de nuestra aventura. Hoy os cuento un ejemplo. Uno de los mayores madrugones de mi vida y, sin duda, el mejor de todos ellos.

Eran las 4:15 de la mañana cuando nuestras alarmas empezaron a sonar todas a la vez. Todavía sufro al recordarlo… Supongo que dejamos esos quince minutos de regalo pensando que gracias a ellos despertaríamos sin sueño… pues mentira. Nos despertamos en un motel de carretera, de esos que tantas veces hemos visto en las películas y series, siempre llenos de policía investigando algún crimen. No parecíamos personas, deambulábamos por la habitación como zombies, arrastrando los pies y utilizando el balbuceo en vez del el español para comunicarnos. “¿De verdad merece tanto la pena ese sitio…?” ¡Pues claro que lo iba a merecer! Íbamos a ir a ver amanecer a uno de los lugares más espectaculares del mundo. Aquella madrugada, viendo cómo el sol aparecía poco a poco e iluminaba los rojizos acantilados del Gran Cañón del Colorado, fue sin duda una de las experiencias más espectaculares de nuestra vida.

Gran Cañón del Colorado. Foto: Francisco Elorriaga

No sé cómo lo logramos, seguramente lo hicimos sin dejar de arrastrar lo pies, pero logramos montarnos en el coche y ponernos en ruta. Condujimos lo más rápido que pudimos (respetando la ley, claro…). Estábamos echando una carrera contra el mismísimo sol. Y este no espera a nadie. Poco a poco, el color negro del cielo se fue volviendo azul oscuro. Cara vez era más de día. Se estableció entonces un clima de pesimismo. ¡Aquellos malditos quince minutos de más iban a robarnos el amanecer! Por fin empezamos a ver las primeras gritas de color rojizo, ¡Pero no era suficiente! Los árboles no nos dejaban ver el resto del paisaje. Avanzamos un poco más hasta que llegamos a un punto en el que decidimos dejar el coche y continuar el camino andando. Nos pertrechamos con sudaderas, abrigos, alguna que otra manta y, por supuesto, con nuestras cámaras de fotos. Todavía no había salido el sol y teníamos claro que no nos lo íbamos a perder.

Llegamos a la primera cornisa y casi nos caemos de espaldas al ver el espectacular paisaje que teníamos delante. Ante nosotros, teníamos kilómetros y kilómetros de acantilados, riscos y tierra escarpada. Habíamos visto aquel paisaje más de un millón de veces en la televisión y en fotos, pero en ese momento lo teníamos delante, ¡era real! Resultaba increíble que todo aquello fuera fruto del paso de un río… Posiblemente aquel sea el paisaje más espectacular que yo haya visto. En este caso, la realidad superó con creces las expectativas… ¡Pero seguía sin ser suficiente! Aunque las vistas eran buenas, el nuestro todavía no era el mejor lugar para ver el amanecer. Nos habíamos levantado a las 4:15 de la mañana, más valía que fuera perfecto.

Gran Cañón del Colorado. Foto: Francisco Elorriaga

Seguimos caminando, pasando de un mirador natural a otro. A pesar de ser parecidos, todos eran diferentes. Cada uno ofrecía una perspectiva distinta del Cañón del Colorado. Por fin lo encontramos; el sitio, nuestro sitio. Era una pequeña explanada que daba directamente al acantilado. Sin árboles delante, perfecto para sentarse con los pies colgando, abrigados y simplemente observar. ¡Lo habíamos conseguido! El sol comenzó a salir, tiñendo de cientos de tonos rojizos la vasta extensión del Gran Cañón del Colorado. Poco a poco, la luz fue dando forma a las sombras que colorearon todavía más cada rincón de aquel lugar. Si al principio nos había parecido impresionante, lo que acabamos teniendo ante nosotros se convirtió en algo indescriptible. Ninguna foto sacada aquella mañana puede reflejar cómo es aquel lugar en realidad, y eso que sacamos unas cuantas…

Seguimos recorriendo aquel sitio durante toda la mañana. Mirador por mirador. Incluso recuerdo cómo llegamos a aparcar delante de uno de ellos Allí fue donde desayunamos. Aparcados delante del maldito Gran Cañón del Colorado, quién nos lo hubiera dicho… No fue un gran desayuno, creo que unos cafés de gasolinera y unas galletas ya revenidas. Pero resulta curioso, de todos los desayunos que habré tomado, aquel es el que recuerdo con más cariño.

Nuestras vistas desayunando. Foto: Francisco Elorriaga

 

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